Una de las extrañas tradiciones que surgieron en el siglo XIX cuando se inventó la cámara fotográfica fue retratar a los difuntos antes de enterrarlos o iniciar su funeral.
Y es que era todo un proceso para tomar la imagen, ya que el difunto y familia debían estar bien acomodados con arreglos atrás o mejorar la posición de quien ya dejó esta vida.
WikiMéxico inicia su crónica con uno “Se retratan cadáveres a domicilio. Buenos precios”, anuncios que salían en los periódicos de la segundo mitad del siglo XIX, de los estudios fotográficos.
No era un error ni una macabra broma, era una costumbre: fotografiar a los familiares muertos sin importar la edad, ni el sexo, ni la condición social, siempre y cuando pudieran reunir la cantidad suficiente para pagarle al fotógrafo.
La fotografía de difuntos o post-mortem se originó en París, Francia, a mediados del siglo XIX, se extendió hacia otros países de Europa y finalmente llegó a México.
Las imágenes no eran tomadas en el ataúd o en el cementerio, generalmente se realizaban en el hogar del difunto, el cual era vestido con sus mejores galas.
La foto podía ser de grupo, con los familiares vivos, con amigos, o un retrato de manera individual. El cuerpo del difunto era acomodado en un sillón, en la sala o en alguna posición que lo mostraba como si estuviera con vida.
Las fotografías de niños difuntos eran llamadas de “angelitos”, debido a la inocencia de las criaturas que encontraban una muerte a tan temprana edad.
Si eran aún bebés, podían ser retratados en sus carriolas; si el menor fallecido tenía hermanos, la foto era de grupo; a veces los tomaban con sus juguetes, recostados sobre alguna cama.
En México varios fotógrafos se dedicaron al negocio mortuorio. Juan de dios Machain, fotógrafo jalisciense, tomó cientos de fotografías; Romualdo García, fotógrafo de Guanajuato, se convirtió en un especialista.
La fotografía mortuoria no tenía un sentido morboso. Era sólo una forma de duelo y un recuerdo que conservaba la familia del ser querido que había perdido la vida.